CABO DE LA VELA...
No es un viaje cualquiera este que encontrarán al desplazar aquella barra del lado derecho de sus pantallas hacia abajo. 1117 kilómetros marca aquel viejo mapa que reposa en la pared de mi cuarto desde el punto de partida: Pereira hasta la capital Riohacha, en la Guajira, y eso que falta, claro. En aquel lugar fue cuando por primera vez mis pies se llenaron de agua salada, arena, viento, sol. … William Castaño Arboleda Mi Identidad: “Wallace”
CABO DE LA VELA... Frontera con la magia
Fotografías: WALLACE Textos: Katherine Loaiza
En el desierto del Cabo unos días del mes que daba inicio al año 2006.
Cuidado al beber un poco de agua, con lo arenáceo que es el desierto puede formarse algo de pantano en la lengua. Pero cuidado con no beber suficiente, pues con los soles que hay en la época de sequía se puede ganar una deshidratación. El desierto de El Cabo de la Vela es tal vez uno de los más prometedores de la tierra, a cambio de unas horas de vientos amarillos, los indígenas Wayú comparten su paraíso de mar sin olas, de niñas bilingües que se enamoran de los aretes de la gente del centro del país, y por supuesto de chinchorros, hamacas, rancherías y chozas de bareque y paja.
Después de esperar un corto tiempo en Uribia, con el temor de ser atacados por una manada de indígenas furiosos y sedientos (pues ya un taxista había mencionado que desde que se viviera en La Guajira, era cuestión cotidiana el portar armas blancas y negras, eso y las poco alentadoras palabras paternas sobre un posible secuestro-asesinato-vacuna, fueron suficientes para seguir adelante, ¡lo que hace la rebeldía post-adolescente!), llega un indígena Wayú pasado de peso en una camioneta pasada de vieja (y con cambios automáticos), y luego de indescifrables palabras se logra llegar a un acuerdo de precio y los blancuzcos viajeros- no turistas, esperan divisar el paisaje unas cuantas horas para sentirse más cerca que nunca de lo que puede denominarse como la frontera con la magia.
Pero la hora prometida se convierten en dos y media, con la ventaja de que si se tiene un poco de suerte, se compite con el trencito carbonero que se dirige desde las Minas del Cerrejón hasta Puerto Bolívar, mientras la ruidosa camioneta sigue su camino para internarse en el desierto abierto, con marcas de llantas hasta donde puede divisarse, y con eventuales encuentros con pequeñas pero numerosas familias de nativos que reposan en la sombra de una choza improvisada. Son peajes. Si tuvo el descaro de atravesar su territorio, tenga la bondad de darles las monedas disponibles, aunque no todas, porque lo más probable es que desierto arriba el sol no le regale espejismos sino decenas de grupos de hijos del desierto ansiosos por lo que suena en los bolsillos. La tierra es árida, no da ni para comer; sólo los chivos sobreviven a los calores, a los vientos y a beber agua estancada-recogida en época de lluvia. Chivos que por supuesto, pueden ser útiles para la venta o intercambio de las jovencitas más hermosas de la zona.
El suelo del carro hervía, el viento hacía su parte y el sol ya enrojecía las pieles. ¿Cuánto falta? Respuesta indescifrable. ¿Cómo dijo, señor? Respuesta doblemente indescifrable. A bueno, muchas gracias. Pero ya no había tiempo a engaños, en el horizonte podía verse algo así como una extensión del cielo, como si al niño que le dio por inventarse un mundo le hubiese parecido más sencillo usar el mismo color en lugar de cambiarlo para hacer dos espacios tan similares: el mar Caribe al fin estaba al alcance de la vista. Pero no fue sino muchos kilómetros después cuando al fin los viajeros pudieron escuchar la primera frase inteligible en casi tres horas: llegamo a Cabo.
Atónitos y un tanto torpes los viajeros descargan su pesado equipaje, sintiendo la arena entrelazarse con sus dedos. Dos hamacas, cuatro palos y un techo son ofrecidos como hospedaje, y sólo por la impaciencia que les genera el ver tanta agua, tan azul y tan sin color al mismo tiempo, aceptan con desesperación para dejar sus cosas y asegurarse de que no sea un espejismo, que la realidad de El Cabo sí les toque los pies: el agua es completamente cristalina, poco profunda y con eventuales amigos marítimos, que se acercan sin miedo a los pies, cosquilleando como granos de arena. Después de estar en el agua se dan cuenta de que lo maravilloso no esta ahí, sino más bien en las caras encebadas de las más vanidosas wayú, en los hombres que a cambio de un poco de líquido gaseoso intercambian una pose para la foto, en las velas hechas de tela blanca de los pescadores, en las multicolores mochilas fabricadas frente a los ojos, y tal vez también en un español medio hablado detrás de las capitalinas agujas de coser.
A cada paso que dan los nativos para recorrer de un lado a otro su paraíso con los pies descalzos, se empieza a notar el ritmo general de la zona, como si una música interna los hiciera moverse a paso-pienso-paso-pienso; moscas que se posan en la piel, y como la más desagradable de las visitas, deciden partir mucho después de las señales enviadas para que lo hagan; el sol se toma su tiempo para darse un chapuzón en el mar, al final del día, justo antes de convertirse en la refrescante luna que al ritmo de los vientos y de las olas que en lugar de traerlo, se llevan el Caribe, se acerca a la tierra y hace pensar a los viajeros que pueden atraparla (como si tuvieran el garbo wayú).
Son la pesca y la fabricación de mochilas, manillas, hamacas y chinchorros lo que le da a los wayú el ingreso suficiente para conservar sus poligámicas familias: un sin número de esposas de un mismo hombre recorren el centro del pueblo en busca del mejor postor que se lleven el reflejo de su forma de pensar plasmado en hilo, lana y nylon de colores. Eso si, recuerdan con claridad el precio de sus productos y no bajan un centavo ante las tentativas ofertas de los viajeros.
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En este planeta hay pocas cosas gratis: escribir y El mar. El mar es suyo.
CONTINUA PARTE II...
1 comentario:
Si, probablemente lo sea
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